En estos espacios que cuentan con un abanico de medidas que se ajustan a la sostenibilidad ambiental, el propósito superior es ser incluyente. Los gobiernos tienen las herramientas necesarias para tomar decisiones que beneficien a sus habitantes.
Es hora de definir cómo construir más ciudades inteligentes –Smart cities-, pues la pandemia nos demostró la necesidad de mantener la competitividad y, principalmente, de mejorar las condiciones de vida de las personas: las comunidades más vulnerables se ven constantemente afectadas por la ausencia e imposibilidad de respuesta institucional de manera oportuna.
Con la Covid-19 se agudizó la desigualdad social -enmarcada en posibilidades para unos y realidades para otros-. Esta situación nos obligó a seguir avanzando en comunidad y a entender que lo que vivimos es la nueva normalidad mundial y que no volveremos a lo que estábamos acostumbrados.
El Banco Mundial estima que en el mundo existen, al menos, 729 millones de personas en condiciones de pobreza extrema –entre 88 y 115 millones más que antes del inicio de la crisis del coronavirus-, el 40% de ellos vive en economías afectadas por los conflictos y la violencia y gran parte vive en zonas rurales, lo que demuestra que el virus no solo ha dejó, más 4,3 millones de fallecidos en el mundo, sino una recesión económica en la que la población más vulnerable es igualmente la que sufre las mayores consecuencias.
Detrás de la muerte está la división de una familia, la pérdida de empresas, empleos, oportunidades e ideas, entre otras cuestiones, y la capacidad de las instituciones y gobiernos que no están a la altura para dar respuestas acertadas al contexto actual: lo que ha quedado demostrado es que siempre son reactivos y no planificadores. Sin embargo, los países desarrollados han tenido una ventaja frente a los demás y es que desde tiempo atrás han avanzado en la construcción de ciudades inteligentes. Es el caso de Oslo, Noruega; Singapur, Nueva York, y París, entre otros.
Una Smart City podría relacionarse con un lugar cargado de tecnología, conectividad, internet y fuentes de información robustas que permitirían tomar decisiones más oportunas y acertadas. Sin embargo, podría definirla como un abanico de medidas y combinaciones donde, más que tecnología, el propósito superior es ser incluyente, a través de la elaboración y materialización de un plano de accesibilidad donde hay igualdad de condiciones para todos.
Adicionalmente, este espacio también se ajusta a la sostenibilidad ambiental, donde las empresas y sus directores ejecutivos (CEO) -más allá de dar órdenes o impartir directrices- inspiran a sus colaboradores, donde la consciencia por el cuidado del planeta es parte de la genética humana y los gobiernos construyen infraestructura para hacer la vida más fácil.
Donde el consumo y la producción desbordada no son elementos esenciales del voraz capitalismo, donde la virtualidad no es una medida para atender una pandemia o ahorrar costos en las operaciones y sí para centrarse en el bienestar de la gente y su familia, donde las fuentes de información de la ciudadanía no son para vigilarlos o manipular sus comportamientos y sí para anticipar las dificultades que se les puedan presentar y, así, tomar decisiones, que privilegien su bienestar sobre los aspectos económicos.
Una ciudad inteligente hace uso de la tecnología, pero no es la única fuente que usa para lograrla: es claro que sirve a las personas de manera responsable y oportuna, pero su fin último es lograr su inclusión, donde las garantías y oportunidades están dadas para todos, las decisiones son planeadas y las políticas públicas son resultados de las necesidades de los habitantes de un territorio.
Se trata de apuntar a la transformación de territorios más sostenibles, pero también para acercarnos. Entre todos podemos materializar esto -que alguna vez se pensó como una utopía- escuchando, construyendo y no dividiendo, pues solo trabajando con la participación de todos los sectores lograremos ciudades inteligentes para el beneficio de los humanos y nuestro planeta.