Imagina ser un mono Tití: obtienes los alimentos fácilmente, convives con tus pares y puedes saltar de un lugar a otro. Después, cuando menos lo esperas, un humano te atrapa y arrebata tu libertad.
Cuando nos mencionan la palabra secuestro, a nuestra mente inmediatamente llegan las imágenes de personas retenidas expuestas al riesgo por otro u otros seres humanos. Pero existe otra modalidad y es la que padecen cientos de animales que cada día son extraídos de su entorno natural para ser encerrados, encadenados y confinados en jaulas, peceras, casas o fincas en un acto que se concibe como un triunfo a la ausencia de la razón.
Cerremos los ojos, abramos las mentes y despertemos la sensibilidad para meditar detenidamente y honrar la capacidad de discernir. Pensemos en una selva o un hábitat natural -como es el majestuoso mar- con su sonido natural, que se convierte en melodía de armonía y paz para nuestros oídos, pero que constantemente está en riesgo de desaparecer por nuestras acciones como sociedad.
Imagina ser un Mono Tití: obtienes los alimentos fácilmente, convives con tus pares, puedes saltar de un lugar a otro -siendo la única restricción la propia capacidad física para llegar a los puntos más difíciles-, te apareas, estás en tu espacio, el lugar que te genera confort, seguridad y te provee cada día lo que necesitas gracias a todos los servicios ecosistémicos presentes allí.
Y luego, de la nada, aparece el ruido de los humanos: maquinaria que tumba, quema y destruye tu casa sin razón alguna. Sientes angustia y, sobre todo, miedo, por no entender lo que pasa. Te preguntas: ¿Por qué quieren exterminar mi hogar, si no he hecho nada para merecerlo? Después, cuando menos lo esperas, un humano te atrapa y te arrebata la libertad. Te guarda en un costal. Sientes calor, incomodidad. Estás desorientado, sin contacto con los integrantes de tu manada, en un lugar oscuro y aturdido por los sonidos desconocidos. Después aparece el hambre y sigues sin comprender nada.
Una vez los captores llegan al sitio que se convertirá en tu cárcel, te instalan un collar en el cuello que limitará tu movimiento. Te dan comida que generalmente no consumes, pero el hambre te obliga a ceder: ya no comes frutas, sino pan, y el agua cristalina que tomabas en la selva ha sido reemplazada por agua de panela. Los secuestradores buscan volverse tus amigos y a ti no te queda más remedio que acceder.
Una vez tienes confianza empiezas a brincar de un lugar a otro y las cuerdas naturales que están en la jungla son reemplazadas por muebles o estanterías que se deterioran con tus acciones. Tus compañeros de habitación no son iguales a ti físicamente y la nueva dieta no te gusta, pero es lo que hay. Los malestares estomacales cada vez son más frecuentes. Te sientes diferente. Es una constante por causa de la alimentación.
Tu comportamiento también cambia: sientes euforia y estás al borde de la locura. No entiendes nada, pero ya eres así y por eso brincas de un lugar a otro sin razón alguna. A los miembros de lo que parece ser tu nueva manada cuando puedes los muerdes y muchas veces ellos reaccionan golpeándote fuertemente. A partir de ahí empiezas a ser incómodo para ellos, pero sigues secuestrado; vives en un lugar al que no perteneces.
Este es uno de los miles de escenarios que se presentan a diario cuando se sacan a individuos de la fauna silvestre, como los primates, perezosos, loras, jaguares, tortugas, entre otros, de su hábitat natural. Retornarlos a su lugar requiere procesos de rehabilitación costosos, que demandan tiempo y que en ocasiones son imposibles de lograr pues ya perdieron las habilidades y competencias para, entre otras cosas, conseguir sus alimentos por sus propios medios. Además, de ser liberados sin haberse realizado el tratamiento necesario para desarrollar sus facultades innatas, podrían perder la capacidad de convivir con los de su propia especie, con lo que estarían destinados a morir rápidamente. Esto, sin contar que en muchas ocasiones no es posible rehabilitarlas, y en otros casos deben dejarlas en cautiverio para siempre.
Es una realidad en el mundo entero que merece atención y cuidado. Lo que describí es una historia real, pero ahora que la lees podrías hacer un símil con los hechos que marcaron el conflicto armado en Colombia, tal como sucedió con los secuestros perpetrados por miembros de la antigua guerrilla de las FARC a nuestros soldados y miembros de la sociedad civil, quienes fueron enjaulados y encadenados.
Todos somos seres sintientes y la vida en todas sus expresiones merece ser cuidada como el bien más sagrado. Es por ello por lo que cuando estés de viaje y te ofrezcan fauna silvestre, lo mejor que puedes hacer es denunciar y convertirte en la voz de los que no tienen voz. ¡Menos palabras, más acción!
Esta columna fue publicada originalmente en la Revista Semana: Tu casa, la cárcel de la fauna silvestre